sábado, 5 de marzo de 2011

El estudiante de Salamanca


Era más de media noche,
antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio
lóbrego, envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen
los muertos la tumba dejan.
Era la hora en que acaso
temerosas voces suenan
informes, en que se escuchan
tácitas pisadas huecas,
y temerosas fantasmas
entre las densas tinieblas
vagan, y aúllan los perros
amedrentados al verlas;
en que tal vez la campana
de alguna arruinada iglesia
da misteriosos sonidos
de maldición y anatema,
que en los sábados convocan
a las brujas a su fiesta.
El cielo estaba sombrío,
no vislumbraba una estrella,
silbaba lúgubre el viento,
y allá en el aire, cual negras
fantasmas, se dibujaban
las torres de las iglesias
y del gótico castillo
las altísimas almenas,
donde canta o reza acaso
temeroso el centinela.
Todo en fin a media noche
reposaba, y tumba era
de sus dormidos vivientes
la antigua ciudad que riega
el Tormes, fecundo río,
nombrado de los poetas,
la famosa Salamanca,
insigne en armas y letras,
patria de ilustres ingenios,
noble archivo de las ciencias.
Súbito rumor de espadas
cruje y un «¡ay!» se escuchó;
un «ay» moribundo, un «ay»
que penetra al corazón,
que hasta los tuétanos hiela
y da al que lo oyó temblor.
Un «iay!» de alguno que al mundo
pronuncia el último adiós.
El ruido
cesó,
un hombre
pasó
embozado
y el sombrero
recatado
a los ojos
se caló.
Se desliza
y atraviesa
junto al muro
de una iglesia
y en la sombra
se perdió.

(El estudiante de Salamanca)