miércoles, 15 de diciembre de 2010

Monedas



Jugaba Dios al póker cuando se le cayó
aquella pequeña moneda azul al suelo.
Es tuya, le dijo al diablo, que ya tenía su pie encima.

Estaba rodeado de riquezas, ya que todo lo que tocaba
se transformaba en oro. Sólo se salvó su esposa.
Llevaban veinte años de casados (“Midas”).

Todos al piso, hijos de atraco! esto es una puta!
Hey, moneda! dame todo lo que tengas
en la caja, incluyendo las monadas!

Mientras sostenía la moneda en el agua,
pidió su deseo. El rayo lo fulminó en un instante.
Siempre había deseado tener chispa.

En el zoológico puedes comprar por dos cacahuetes
una bolsa de monedas. Es muy divertido
tirárselas a los humanos, se pelean como locos.

Se aferraba a ella como el moribundo a una biblia.
El primer ahorro de toditita su vida.
«¿Lo quieres o no, niña?», gritó el heladero.

Sudoroso y temblando, Pilatos se jugó la suerte
de aquel mago extranjero a cara o cruz.
Nadie dio la cara por él. Su cruz fue su destino.

La risa que le provocaba arrojarles monedas falsas
a los mendigos le desapareció el día
que se halló sin una auténtica para el barquero.

El chiquillo propinó un fuerte puntapié al mago
cuando desapareció su moneda.
El usurero, orgulloso, besó a su digno sucesor.

La chica del parche nos contó cómo,
de joven, el viejo Luke acertaba a sobaquillo
a una moneda lanzada cinco metros hacia lo alto.

La moneda rodó lenta a lo largo de la ducha de aquel penal.
La diferencia entre coger utilidades y
coger por culo nunca fue tan sutil.

Lleno de decisión tiró una moneda al aire y se dijo;
"si sale cara me pego un tiro y si sale cruz...
le pido que se case conmigo".

Mi madre tenía un oído muy fino.
Cada vez que abría el cierre metálico de su monedero,
me pillaba. Le regalé un tambor a mi hermano.

Era tan pobre e infeliz que lanzó todos sus deseos
a la fuente para quedarse con las monedas.

La empuñó fuertemente en su mano derecha.
Sintió que el filo, de ella, le cortaba;
no pudo soltarla, era de plata,
y él se sentía el ser más miserable y traidor.

Los camilleros pararon en seco al oír la moneda.
John había esperado la ocasión sin abrir el puño.
No había tiempo que perder.

martes, 21 de septiembre de 2010

A veces en octubre es lo que pasa...



A VECES EN OCTUBRE, ES LO QUE PASA…

Cuando nada sucede,
y el verano se ha ido,
y las hojas comienzan a caer de los árboles,
y el frío oxida el borde de los ríos
y hace más lento el curso de sus aguas;

cuando el cielo parece un mar violento,
y los pájaros cambian de paisaje,
y las palabras se oyen cada vez más lejanas,
como susurros que dispersa el viento;

entonces,
ya se sabe,
es lo que pasa:

esas hojas, los pájaros, las nubes,
las palabras dispersas y los ríos,
nos llenan de inquietud súbitamente,
y de desesperanza.

No busquéis el motivo en vuestros corazones.
Tan solo es lo que dije:
Lo que pasa.
(Ángel González)

sábado, 8 de mayo de 2010

Regreso a Lisboa



LISBON REVISITED (1923)

No. No quiero nada.
Ya dije que no quiero nada.

¡No me vengan con conclusiones!
La única conclusión es morir.

¡No me traigan estéticas!
¡No me hablen de moral!
¡Sáquenme de aquí la metafísica!
¡No me pregonen sistemas completos, no me enumeren conquistas
de las ciencias (¡de las ciencias, Dios mío, de las ciencias!) —
De las ciencias, de las artes, de la civilización moderna!

¿Qué mal le hice a todos los dioses?

¡Si tienen la verdad, guárdenla!

Soy un técnico, pero tengo técnica sólo dentro de la técnica.
Fuera de eso soy loco, con todo el derecho a serlo.
¿Con todo el derecho a serlo, oyeron?

¡No me golpeen, por amor de Dios!

¿Me querían casado, fútil, cotidiano y tributable?
¿Me querían lo contrario de esto, o lo contrario de cualquier cosa?
Si yo fuese otra persona, les haría, a todos, a voluntad.
Así, como soy, ¡tengan paciencia!
¡Váyanse al diablo sin mí,
O déjenme ir solo al diablo!
¿Para qué tenemos que ir juntos?

¡No me tomen del brazo!
No gusto que me tomen del brazo. Quiero ser solo.
¡Ya dije que soy solo!
Ah, qué trampa quieren que yo sea de la compañía!

¡Oh cielo azul — el mismo de mi infancia —
eterna verdad vacía y perfecta!
¡Oh apacible Tejo ancestral y mudo,
pequeña verdad donde el cielo se refleja!
¡Oh dolor revisitado, Lisboa de otrora de hoy!
Nada me dais, nada me sacáis, nada sois que yo me sienta.

¡Déjenme en paz! No tardo, que yo nunca tardo...
¡Y mientras tarda el Abismo y el Silencio quiero estar solo!

Contemporânea, 8 de Fevereiro de 1923
Álvaro de Campos
1923


CUESTIONES

Señala las cosas que en el poema el escritor rechaza expresamente. ¿A qué atribuyes ese rechazo?

¿Qué otras realidades o emociones parecen conmoverlo?

¿Cuál es la aspiración del poeta?

lunes, 12 de abril de 2010

Galéon hundido



GALEÓN HUNDIDO

Loco por tu cintura de agua, cuerdo
al dolor que humedece mis mejillas,
he varado en las playas del recuerdo.
Embarrancado estoy en tus orillas.
Aún resuena una explosión de astillas
en la que gano, amor, en la que pierdo.
Rotos vela y timón, ¿hacia qué lado
virar con esta herida en el costado?

domingo, 11 de abril de 2010

Para que yo me llame Ángel González


Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo el mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...

(Áspero mundo)

viernes, 9 de abril de 2010

La vida solitaria


Giacomo Leopardi


La vida solitaria Canto XVI


La lluvia matinal, cuando las alas
batiendo, salta alegre la gallina
en la cerrada estancia, y el labriego
sale al balcón, y la naciente aurora
vibra su rayo trémulo, esmaltando
las transparentes gotas, en mi albergue
dulcemente llamando, me despierta.
Salgo, y la leve nubecilla, el canto
primero de las aves, la aura grata
y de las playas la quietud bendigo.
Harto os he conocido, infaustos muros
de la ciudad, en donde el odio sigue
y acompaña al dolor: ¡que en la desgracia
vivo y he de morir, quizás en breve!
Un resto de piedad tienes, Natura,
para mí en estos sitios ¡ay! un tiempo
más compasivos a mi mal. Tú apartas
del triste la mirada, y desdeñando
los dolores y afanes, a la reina
Felicidad te humillas. El que sufre
no halla en cielo ni tierra amiga mano,
ni otro refugio encontrará que el hierro.

Tal vez me asiento en solitaria parte,
sobre una altura que domina un lago
coronado de plantas taciturnas;
allí, cuando al cenit radiante asciende
el sol, refleja su tranquila imagen,
y ni hoja o yerba se conmueve al viento;
no se ve ni se siente a la redonda
encresparse las olas; ni su canto
entonar la cigarra; ni las plumas
el pájaro agitar entre las hojas,
o retozar la mariposa leve.
Calma profunda envuelve aquella orilla,
donde yo, inmóvil, reposando, casi
del mundo odioso y de mi ser me olvido;
y pienso que mis miembros se desatan,
que se extingue el sentir y que mi antigua
calma con la del sitio se confunde.

¡Amor, amor! ha tiempo abandonaste
este mi corazón, que antes ardía
hasta abrasar. Con su aterida mano
oprimiole el pesar, y en duro hielo
en la flor de mis años, convirtiose.
Acuérdome del tiempo en que viniste
a habitar en mi pecho. Era aquel dulce
e irrevocable tiempo, cuando se abre
al ojo juvenil la triste escena
del mundo, cual soñado paraíso.
El tierno corazón ledo palpita
de virgen esperanza y de deseos,
y se lanza a la acción, como pudiera
al juego y a la danza. Mas tan pronto
como pude entreverte, la Fortuna
mi existencia rompió, y a mis pupilas
tocó por suerte sempiterno lloro.
Si alguna vez por los abiertos campos
en la callada aurora, o cuando brillan,
al sol techos, collados y llanuras
miro de hermosa jovenzuela el rostro;
si alguna vez, en la serena calma
de estiva noche, el paso vagabundo,
de la ciudad en derredor guiando,
la hosca tierra contemplo, y de afanosa
niña, que activa nocturnal faena,
oigo sonar en la apartada estancia
el canto melodioso, se conmueve
mi corazón de piedra; pero torna
pronto el férreo sopor, que es ¡ay! extraña
toda suave emoción al pecho mío.

Oh cara luna a cuya luz tranquila
danzan las liebres en el bosque, dando
enojo al cazador, que a la mañana
halla intrincadas las falaces huellas
que del cubil lo alejan: ¡salve, oh reina
benigna de las noches! Importuno
entra tu rayo por selvosos riscos
o en ruinoso edificio, iluminando
el puñal del ladrón, que escucha atento
fragor de ruedas y de cascos duros
y rumor de pisadas en la vía,
y saliendo de pronto, con estruendo
de armas y roncas voces, y el ceñudo
aspecto, hiela al tímido viandante
a quien desnudo y semivivo, deja
entre las piedras. Importuno baja
también tu blanco rayo a las ciudades
sobre el vil corruptor que se desliza
de los muros al pie, y en las espesas
sombras se oculta, y párase y se asusta
de la luz que difunden los abiertos
balcones. Importuno a los malvados,
a mí siempre benigno, tu semblante
aquí será, do sólo me descubres
risueñas cuestas y espaciosos campos.
En otro tiempo, lleno de inocencia,
tus bellos rayos acusar solía,
cuando me denunciaban de los hombres
a la mirada, en la ciudad, o cuando
ver me dejaban el humano aspecto.
Ora celebrarelos, ya te mire
envolverte entre nubes, ya serena
dominadora del etéreo campo,
esta morada mísera contemples.
A menudo verasme, solo y mudo,
errar por bosques y por verdes ribas,
o yacer en la yerba, satisfecho,
si aún el poder de suspirar me queda.

Versión de Antonio Gómez Restrepo


CUESTIONES

PRIMER BLOQUE

¿Qué elementos de la naturaleza se seleccionan? ¿Con qué estado de ánimo se asocian?

¿Qué le ofrece la naturaleza al poeta? ¿Qué emociones le suscita el recuerdo de la ciudad?

SEGUNDO BLOQUE

¿Qué sobresale en esta segunda descripción paisajística y qué emociones provoca en el poeta?

TERCER BLOQUE

¿Qué recuerda en este bloque? ¿A qué atribuye su desdicha?

¿Qué es lo único que le conmueve?

CUARTO BLOQUE

¿Qué diferencia sustancial hay entre esta descripción paisajística y las anteriores? ¿Qué imagina que podría suceder a estas horas?

¿Qué rasgos románticos encuentras en la composición entera?

viernes, 26 de marzo de 2010

Crimen y castigo



VII

Como en su visita anterior, Raskolnikof vio que la puerta se entreabría y que en la estrecha abertura aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con desconfianza desde la sombra.
En este momento, el joven perdió la sangre fría y cometió una imprudencia que estuvo a punto de echarlo todo a perder.
Temiendo que la vieja, atemorizada ante la idea de verse a solas con un hombre cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador, intentara cerrar la puerta, Raskolnikof lo impidió mediante un fuerte tirón. La usurera quedó paralizada, pero no soltó el pestillo aunque poco faltó para que cayera de bruces. Después, viendo que la vieja permanecía obstinadamente en el umbral, para no dejarle el paso libre, él se fue derecho a ella. Alena Ivanovna, aterrada, dio un salto atrás e intentó decir algo. Pero no pudo pronunciar una sola palabra y se quedó mirando al joven con los ojos muy abiertos.
-Buenas tardes, Alena Ivanovna -empezó a decir en el tono más indiferente que le fue posible adoptar. Pero sus esfuerzos fueron inútiles: hablaba con voz entrecortada, le temblaban las manos-. Le traigo..., le traigo... una cosa para empeñar... Pero entremos: quiero que la vea a la luz.
Y entró en el piso sin esperar a que la vieja lo invitara. Ella corrió tras él, dando suelta a su lengua.
-¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Qué desea?
-Ya me conoce usted, Alena Ivanovna. Soy Raskolnikof... Tenga; aquí tiene aquello de que le hablé el otro día.
Le ofrecía el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Lo observó con mirada penetrante, con un gesto de desconfianza e indignación. Pasó un minuto. Raskolnikof incluso creyó descubrir un chispazo de burla en aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese adivinado todo.
Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto, que habría huido si aquel mudo examen se hubiese prolongado medio minuto más.
-¿Por qué me mira así, como si no me conociera? -exclamó Raskolnikof de pronto, indignado también-. Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me dirigiré a otra parte. No tengo por qué perder el tiempo.
Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta pareció ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.
-¡Es que lo has presentado de un modo!
Y, mirando el paquetito, preguntó:
-¿Qué me traes?
-Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.
Alena Ivanovna tendió la mano.
-Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos le tiemblan. ¿Estás enfermo?
-Tengo fiebre -repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y añadió, con un visible esfuerzo -: ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come?
Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La usurera le quitó el paquetito de las manos.
-Pero ¿qué es esto? -volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.
-Una pitillera... de plata... Véala.
-Pues no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado bien!
Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a Raskolnikof y olvidándose de él momentáneamente.
Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas.
-Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! -exclamó la vieja, volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.
No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.
Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.
La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía.
Sus ojos estaban tan abiertos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.
Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves. Conservaba plenamente la lucidez; no estaba at urdido; no sentía vértigos. Más adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con gran atención y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de sangre... Pronto encontró las llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que él ya había visto.
Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta acolchada confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a otra pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito.
Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí... Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó..., pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba muerta.
Se inclinó sobre el cadáver para examinarlo de cerca y observó que tenía el cráneo abierto. Iba a tocarlo con el dedo, pero cambió de opinión: esta prueba era innecesaria.
Sobre el entarimado se había formado un charco de sangre. En esto, Raskolnikof vio un cordón en el cuello de la vieja y empezó a tirar de él; pero era demasiado resistente y no se rompía. Además, estaba resbaladizo, impregnado de sangre... Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco lo consiguió: se enganchaba en alguna parte. Perdiendo la paciencia, pensó utilizar el hacha: partiría el cordón descargando un hachazo sobre el cadáver. Pero no se decidió a cometer esta atrocidad. Al fin, tras dos minutos de tanteos, logró cortarlo, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el cuerpo de la muerta. Un instante después, el cordón estaba en sus manos.
Como había supuesto, era una bolsita lo que pendía del cuello de la vieja. También colgaban del cordón una medallita esmaltada y dos cruces, una de madera de ciprés y otra de cobre. La bolsita era de piel de camello; rezumaba grasa y estaba repleta de dinero.
Raskolnikof se la guardó en el bolsillo sin abrirla. Arrojó las cruces sobre el cuerpo de la vieja y, esta vez cogiendo el hacha, volvió precipitadamente al dormitorio.
Una impaciencia febril le impulsaba. Cogió las llaves y reanudó la tarea. Pero sus tentativas de abrir los cajones fueron infructuosas, no tanto a causa del temblor de sus manos como de los continuos errores que cometía. Veía, por ejemplo, que una llave no se adaptaba a una cerradura, y se obstinaba en introducirla. De pronto se dijo que aquella gran llave dentada que estaba con las otras pequeñas en el llavero no debía de ser de la cómoda (se acordaba de que ya lo había pensado en su visita anterior), sino de algún cofrecillo, donde tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.
Se separó, pues, de la cómoda y se echó en el suelo para mirar debajo de la cama, pues sabía que era allí donde las viejas solían guardar sus riquezas. En efecto, vio un arca bastante grande -de más de un metro de longitud-, tapizada de tafilete rojo. La llave dentada se ajustaba perfectamente a la cerradura.
Abierta el arca, apareció un paño blanco que cubría todo el contenido. Debajo del paño había una pelliza de piel de liebre con forro rojo. Bajo la piel, un vestido de seda, y debajo de éste, un chal. Más abajo sólo había, al parecer, trozos de tela.
Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo.
«Como la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo.»
De pronto cambió de expresión y se dijo, aterrado:
«¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?»
Pero cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un reloj de oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo aparecieron joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados todavía: pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Algunas de estas joyas estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel de periódico en doble, y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo: introdujo la mano y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su gabán sin abrir los paquetes ni los estuches.
Pero de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un rumor de pasos en la habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de espanto... No, todo estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. Pero de súbito percibió un débil grito, o, mejor, un gemido sordo, entrecortado, que se apagó en seguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte.
Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De pronto se levantó empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina.
En esta habitación estaba Lisbeth. Tenía en las manos un gran envoltorio y contemplaba atónita el cadáver de su hermana. Estaba pálida como una muerta y parecía no tener fuerzas para gritar. Al ver aparecer a Raskolnikof, empezó a temblar como una hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no pudo; abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno.
Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskolnikof en silencio, aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó sobre ella con el hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron con una de esas muecas que solemos observar en los niños pequeños cuando ven algo que les asusta y empiezan a gritar sin apartar la vista de lo que causa su terror.
Era tan cándida la pobre Lisbeth y estaba tan aturdida por el pánico, que ni siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si quisiera apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio. Lisbeth se desplomó. Raskolnikof perdió por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio, después lo dejó caer y corrió al vestíbulo.
Su terror iba en aumento, sobre todo después de aquel segundo crimen que no había proyectado, y sólo pensaba en huir. Si en aquel momento hubiese sido capaz de ver las cosas más claramente, de advertir las dificultades, el horror y lo absurdo de su situación; si hubiese sido capaz de prever los obstáculos que tenía que salvar y los crímenes que aún habría podido cometer para salir de aquella casa y volver a la suya, acaso habría renunciado a la lucha y se habría entregado, pero no por cobardía, sino por el horror que le inspiraban sus crímenes. Esta sensación de horror aumentaba por momentos. Por nada del mundo habría vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las dos habitaciones interiores.
Sin embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros pensamientos. Incluso llegó a caer en una especie de delirio. A veces se olvidaba de las cosas esenciales y fijaba su atención en los detalles más superfluos. Sin embargo, como dirigiera una mirada a la cocina y viese que debajo de un banco había un cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. Sus manos estaban manchadas de sangre, pegajosas. Introdujo el hacha en el cubo; después cogió un trozo de jabón que había en un plato agrietado sobre el alféizar de la ventana y se lavó.
Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos tres minutos frotando el mango, que había recibido salpicaduras de sangre. Lo secó todo con un trapo puesto a secar en una cuerda tendida a través de la cocina, y luego examinó detenidamente el hacha junto a la ventana. Las huellas acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía húmedo.
Después de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su gabán, inspeccionó sus pantalones, su americana, sus botas, tan minuciosamente como le permitió la escasa luz que había en la cocina.
A simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio sospechoso. Sólo las botas estaban manchadas de sangre. Mojó un trapo y las lavó. Pero sabía que no veía bien y que tal vez no percibía manchas perfectamente visibles.
Luego quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un pensamiento angustioso: se decía que tal vez se había vuelto loco, que no se hablaba en disposición de razonar ni de defenderse, que sólo podía ocuparse en cosas que le conducían a la perdición.
«¡Señor! ¡Dios mío! Es preciso huir, huir...» Y corrió al vestíbulo. Entonces sintió el terror más profundo que había sentido en toda su vida. Permaneció un momento inmóvil, como si no pudiera dar crédito a sus ojos: la puerta del piso, la que daba a la escalera, aquella a la que había llamado hacía unos momentos, la puerta por la cual había entrado, estaba entreabierta, y así había estado durante toda su estancia en el piso... Sí, había estado abierta. La vieja se había olvidado de cerrarla, o tal vez no fue olvido, sino precaución...
Lo chocante era que él había visto a Lisbeth dentro del piso... ¿Cómo no se le ocurrió pensar que si había entrado sin llamar, la puerta tenía que estar abierta? ¡No iba a haber entrado filtrándose por la pared!
Se arrojó sobre la puerta y echó el cerrojo.
«Acabo de hacer otra tontería. Hay que huir, hay que huir...»
Descorrió el cerrojo, abrió la puerta y aguzó el oído. Así estuvo un buen rato. Se oían gritos lejanos. Sin duda llegaban del portal.
Dos fuertes voces cambiaban injurias.
«¿Qué hará ahí esa gente?»
Esperó. Al fin las voces dejaron de oírse, cesaron de pronto. Los que disputaban debían de haberse marchado.
Ya se disponía a salir, cuando la puerta del piso inferior se abrió estrepitosamente, y alguien empezó a bajar la escalera canturreando.
«Pero ¿por qué harán tanto ruido?», pensó.
Cerró de nuevo la puerta, y de nuevo esperó. Al fin todo quedó sumido en un profundo silencio. No se oía ni el rumor más leve.
Pero ya iba a bajar, cuando percibió ruido de pasos. El ruido venía de lejos, del principio de la escalera seguramente. Andando el tiempo, Raskolnikof recordó perfectamente que, apenas oyó estos pasos, tuvo el presentimiento de que terminarían en el cuarto piso, de que aquel hombre se dirigía a casa de la vieja. ¿De dónde nació este presentimiento? ¿Acaso el ruido de aquellos pasos tenía alguna particularidad significativa? Eran lentos, pesados, regulares...
Los pasos llegaron al primer piso. Siguieron subiendo. Eran cada vez más perceptibles. Llegó un momento en que incluso se oyó un jadeo asmático... Ya estaba en el tercer piso... «¡Viene aquí, viene aquí...!» Raskolnikof quedó petrificado.. Le parecía estar viviendo una de esas pesadillas en que nos vemos perseguidos por enemigos implacables que están a punto de alcanzarnos y asesinarnos, mientras nosotros nos sentimos como clavados en el suelo, sin poder hacer movim iento alguno para defendernos.
Las pisadas se oían ya en el tramo que terminaba en el cuarto piso. De pronto, Raskolnikof salió de aquel pasmo que le tenía inmóvil, volvió al interior del departamento con paso rápido y seguro, cerró la puerta y echó el cerrojo, todo procurando no hacer ruido.
El instinto lo guiaba. Una vez bien cerrada la puerta, se quedó junto a ella, encogido, conteniendo la respiración.
El desconocido estaba ya en el rellano. Se encontraba frente a Raskolnikof, en el mismo sitio desde donde el joven había tratado de percibir los ruidos del interior hacía un rato, cuando sólo la puerta lo separaba de la vieja.
El visitante respiró varias veces profundamente.
«Debe de ser un hombre alto y grueso», pensó Raskolnikof llevando la mano al mango del hacha. Verdaderamente, todo aquello parecía un mal sueño. El desconocido tiró violentamente del cordón de la campanilla.
Cuando vibró el sonido metálico, al visitante le pareció oír que algo se movía dentro del piso, y durante unos segundos escuchó atentamente. Volvió a llamar, volvió a escuchar y, de pronto, sin poder contener su impaciencia, empezó a sacudir la puerta, asiendo firmemente el tirador.
Raskolnikof miraba aterrado el cerrojo, que se agitaba dentro de la hembrilla, dando la impresión de que iba a saltar de un momento a otro. Un siniestro horror se apoderó de él.
Tan violentas eran las sacudidas, que se comprendían los temores de Raskolnikof. Momentáneamente concibió la idea de sujetar el cerrojo, y con él la puerta, pero desistió al compre nder que el otro podía advertirlo. Perdió por completo la serenidad; la cabeza volvía a darle vueltas. «Voy a caer», se dijo. Pero en aquel momento oyó que el desconocido empezaba a hablar, y esto le devolvió la calma.
-¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? -murmuró-. ¡El diablo las lleve! A las dos: a Alena Ivanovna, la vieja bruja, y a Lisbeth Ivanovna, la belleza idiota... ¡Abrid de una vez, mujerucas...! Están durmiendo, no me cabe duda.
Estaba desesperado. Tiró del cordón lo menos diez veces más y tan fuerte como pudo. Se veía claramente que era un hombre enérgico y que conocía la casa.
En este momento se oyeron, ya muy cerca, unos pasos suaves y rápidos. Evidentemente, otra persona se dirigía al piso cuarto.
Raskolnikof no oyó al nuevo visitante hasta que estaban llegando al descansillo.
-No es posible que no haya nadie -dijo el recién llegado con voz sonora y alegre, dirigiéndose al primer visitante, que seguía haciendo sonar la campanilla-. Buenas tardes, Koch.
«Un hombre joven, a juzgar por su voz», se dijo Raskolnikof inmediatamente.
-No sé qué demonios ocurre -repuso Koch-. Hace un momento casi echo abajo la puerta... ¿Y usted de qué me conoce?
-¡Qué mala memoria! Anteayer le gané tres partidas do billar, una tras otra, en el Gambrinus.
-¡Ah, sí!
-¿Y dice usted que no están? ¡Qué raro! Hasta me pared imposible. ¿Adónde puede haber ido esa vieja? Tengo que hablar con ella.
-Yo también tengo que hablarle, amigo mío.
-¡Qué le vamos a hacer! -exclamó el joven-. Nos tendremos que ir por donde hemos venido. ¡Y yo que creía que saldría de aquí con dinero!
-¡Claro que nos tendremos que marchar! Pero ¿por qué me citó? Ella misma me dijo que viniera a esta hora. ¡Con la caminata que me he dado para venir de mi casa aquí! ¿Dónde diablo estará? No lo comprendo. Esta bruja decrépita no se mueve nunca de casa, porque apenas puede andar. ¡Y, de pronto, se le ocurre marcharse a dar un paseo!
-¿Y si preguntáramos al portero?
-¿Para qué?
-Para saber si está en casa o cuándo volverá.
-¡Preguntar, preguntar...! ¡Pero si no sale nunca!
Volvió a sacudir la puerta.
-¡Es inútil! ¡No hay más solución que marcharse!
-¡Oiga! -exclamó de pronto el joven-. ¡Fíjese bien! La puerta cede un poco cuando se tira.
-Bueno, ¿y qué?
-Esto demuestra que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¿Lo oye resonar cuando se mueve la puerta?
-¿Y qué?
-Pero ¿no comprende? Esto prueba que una de ellas está en la casa. Si hubieran salido las dos, habrían cerrado con llave por fuera; de ningún modo habrían podido echar el cerrojo por dentro... ¿Lo oye, lo oye? Hay que estar en casa para poder echar el cerrojo, ¿no comprende? En fin, que están y no quieren abrir.
-¡Sí! ¡Claro! ¡No cabe duda! -exclamó Koch, asombrado-. Pero ¿qué demonio estarán haciendo?
Y empezó a sacudir la puerta furiosamente.
-¡Déjelo! Es inútil -dijo el joven-. Hay algo raro en todo esto. Ha llamado usted muchas veces, ha sacudido violentamente la puerta, y no abren. Esto puede significar que las dos están desvanecidas o...
-¿O qué?
-Lo mejor es que vayamos a avisar al portero para que vea lo que ocurre.
-Buena idea.
Los dos se dispusieron a bajar.
-No -dijo el joven-; usted quédese aquí. Iré yo a buscar al portero.
-¿Por qué he de quedarme?
-Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
-Bien, me quedaré.
-Óigame: estoy estudiando p ara juez de instrucción. Aquí hay algo que no está claro; esto es evidente..., ¡evidente!
Después de decir esto en un tono lleno de vehemencia, el joven empezó a bajar la escalera a grandes zancadas.
Cuando se quedó solo, Koch llamó una vez más, discretamente, y luego, pensativo, empezó a sacudir la puerta para convencerse de que el cerrojo estaba echado. Seguidamente se inclinó, jadeante, y aplicó el ojo a la cerradura. Pero no pudo ver nada, porque la llave estaba puesta por dentro.
En pie ante la puerta, Raskolnikof asía fuertemente el mango del hacha. Era presa de una especie de delirio. Estaba dispuesto a luchar con aquellos hombres si conseguían entrar en el departamento. Al oír sus golpes y sus comentarios, más de una vez había estado a punto de poner término a la situación hablándoles a través de la puerta. A veces le dominaba la tentación de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso deseaba que entrasen en el piso. «¡Que acaben de una vez!” pensaba.
-Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? -murmuró el de fuera.
Habían pasado ya varios minutos y nadie subía. Koch empezaba a perder la calma.
-Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? -gruñó.
Al fin, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso lento, pesado, ruidoso.
«¿Qué hacer, Dios mío
Raskolnikof descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. No se percibía el menor ruido. Sin más vacilaciones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y empezó a bajar. Inmediatamente -sólo había bajado tres escalones- oyó gran alboroto más abajo. ¿Qué hacer? No había ningún sitio donde esconderse... Volvió a subir a toda prisa.
-¡Eh, tú! ¡Espera!
El que profería estos gritos acababa de salir de uno de los pisos inferiores y corría escaleras abajo, no ya al galope, sino en tromba.
-¡Mitri, Mitri, Miiitri! -vociferaba hasta desgañitarse-. ¿Te has vuelto loco? ¡Así vayas a parar al infierno!
Los gritos se apagaron; los últimos habían llegado ya de la entrada. Todo volvió a quedar en silencio. Pero, transcurridos apenas unos segundos, varios hombres que conversaban a grandes voces empezaron a subir tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro.
Raskolnikof reconoció la sonora voz del joven de antes.
Comprendiendo que no los podía eludir, se fue resueltamente a su encuentro.
«¡Sea lo que Dios quiera! Si me paran, estoy perdido, y si S me dejan pasar, también, pues luego se acordarán de mí.»
El encuentro parecía inevitable. Ya sólo les separaba un piso. Pero, de pronto..., ¡la salvación! Unos escalones más abajo, a su derecha, vio un piso abierto y vacío. Era el departamento del segundo, donde trabajaban los pintores. Como si lo hubiesen hecho adrede, acababan de salir. Seguramente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y alborotando. Los techos estaban recién pintados. En medio de una de las habitaciones había todavía una cubeta, un bote de pintura y un pincel. Raskolnikof se introdujo en el piso furtivamente y se escondió en un rincón. Tuvo el tiempo justo. Los hombres estaban ya en el descansillo. No se detuvieron: siguieron subiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar a voces. Raskolnikof esperó un momento. Después salió de puntillas y se lanzó velozmente escaleras abajo.
Nadie en la escalera; nadie en el portal. Salió rápidamente y dobló hacia la izquierda.
Sabía perfectamente que aquellos hombres estarían ya en el departamento de la vieja, que les habría sorprendido encontrar abierta la puerta que hacía unos momentos estaba cerrada; que estarían examinando los cadáveres; que en seguida habrían deducido que el criminal se hallaba en el piso cuando ellos llamaron, y que acababa de huir. Y tal vez incluso sospechaban que se había ocultado en el departamento vacío cuando ellos subían.
Sin embargo, Raskolnikof no se atrevía a apresurar el paso; no se atrevía aunque tendría que recorrer aún un centenar de metros para llegar a la primera esquina.
«Si entrara en un portal -se decía- y me escondiese en la escalera... No, sería una equivocación... ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomara un coche? ¡Tampoco, tampoco...!»
Las ideas se le embrollaban en el cerebro. Al fin vio una callejuela y penetró en ella más muerto que vivo. Era evidente que estaba casi salvado. Allí corría menos riesgo de infundir sospechas. Además, la estrecha calle estaba llena de transeúntes, entre los que él era como un grano de arena,
Pero la tensión de ánimo le había debilitado de tal modo que apenas podía andar. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su semblante; su cuello estaba empapado.
-¡Vaya merluza, amigo! -le gritó una voz cuando desembocaba en el canal.
Había perdido por completo la cabeza; cuanto más andaba, más turbado se sentía.
Al llegar al malecón y verlo casi vacío, el miedo de llamar la atención le sobrecogió, y volvió a la callejuela. Aunque estaba a punto de caer desfallecido, dio un rodeo para llegar a su casa.
Cuando cruzó la puerta, aún no había recobrado la presencia de ánimo. Ya en la escalera, se acordó del hacha. Aún tenía que hacer algo importantísimo: dejar el hacha en su sitio sin llamar la atención.
Raskolnikof no estaba en situación de comprender que, en vez de dejar el hacha en el lugar de donde la había cogido, era preferible deshacerse de ella, arrojándola, por ejemplo, al patio de cualquier casa.
Sin embargo, todo salió a pedir de boca. La puerta de la garita estaba cerrada, pero no con llave. Esto parecía indicar que el portero estaba allí. Sin embargo, Raskolnikof había perdido hasta tal punto la facultad de razonar, que se fue hacia la garita y abrió la puerta.
Si en aquel momento hubiese aparecido el portero y le hubiera preguntado: «¿Qué desea?», él, seguramente, le habría devuelto el hacha con el gesto más natural.
Pero la garita estaba vacía como la vez anterior, y Raskolnikof pudo dejar el hacha debajo del banco, entre los leños, exactamente como la encontró.
Inmediatamente subió a su habitación, sin encontrar a nadie en la escalera. La puerta del departamento de la patrona estaba cerrada.
Ya en su aposento, se echó vestido en el diván y quedó sumido en una especie de inconsciencia que no era la del sueño. Si alguien hubiese entrado entonces en el aposento, Raskolnikof, sin duda, se habría sobresaltado y habría proferido un grito. Su cabeza era un hervidero de retazos de ideas, pero él no podía captar ninguno, por mucho que se empeñaba en ello.
CUESTIONES
¿Cuál es la actitud de Rodia y Alena cuando se encuentran a solas en el interior de la vivienda? ¿Te parece verosímil el comportamiento de víctima y verdugo?
¿Qué objetos roba el joven y dónde los encuentra?
¿En qué momento, se dice, Rodia experimenta el mayor terror de su vida?
¿Quiénes son los nuevos visitantes? ¿Qué les lleva a sopechar que algo extraño ha sucedido?
¿Por qué es tan importante que la llave esté metida en la cerradura de la puerta?
¿Quiénes son los hombres que estaban en el piso en el que Rodia se refugia en su huida?
Al salir del edificio, ¿qué ideas va rechazando una tras otra?
¿A qué ultima dificultad de se enfrenta el protagonista al llegar a su casa? ¿Cómo lo resuelve?

domingo, 7 de marzo de 2010

Edgar Allan Poe



LA BARRICA DE AMONTILLADO

Había yo soportado lo mejor que podía los mil agravios de Fortunato, pero, cuando se atrevió a insultarme, juré que me vengaría. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi alma, no pensaréis que salió de mi boca ninguna amenaza. Al final, me vería vengado; este punto quedó para mí resuelto definitivamente, pero el mismo carácter definitivo con que lo resolví excluía toda la idea de riesgo. No sólo debía castigar sino castigar con impunidad. Un agravio no resulta reparado cuando el castigo alcanza al reparador. Queda igualmente sin reparar cuando el vengador no se descubre como tal ante quien le ha ofendido.
Hay que entender que ni por mis hechos ni por mis palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena voluntad. Seguía, como era mi costumbre, sonriéndole en la cara, y él no se daba cuenta de que ahora sonreía yo pensando en la idea de su inmolación.
Un punto débil tenía el tal Fortunato, aunque, por lo demás, era hombre de respetar y aun de temer. Se enorgullecía de ser un buen conocedor de vinos. Pocos italianos poseen el verdadero espíritu del virtuoso en este arte. La mayoría de ellos adaptan su entusiasmo de acuerdo con el momento y la oportunidad, para engañar a los millonarios ingleses y austríacos. En pintura y en piedras preciosas, Fortunato, como sus compatriotas, era un charlatán, pero, en cuanto se refiere a vinos añejos, era sincero. En este sentido, no era yo notablemente distinto a él; también yo era experto en vendimias italianas y compraba con largueza cuando tenía una oportunidad.
Fue a la hora del crepúsculo, una tarde en que el carnaval alcanzaba su suprema locura, cuando encontré a mi amigo. Me saludó con un cariño extremado, porque había estado bebiendo en exceso. El hombre estaba vestido de bufón. Llevaba un ajustado traje a rayas multicolores y su cabeza quedaba coronada con un cónico gorro con cascabeles. Me sentí tan contento de verte, que me pareció que nunca terminaría de estrecharle la mano.
Le dije:
-Mi querido Fortunato, qué suerte haberte encontrado. Qué buen aspecto tienes hoy. Por cierto, he recibido un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.
-¿Cómo? -,dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mediados de carnaval!
-Tengo mis dudas -contesté--, y he sido lo bastante tonto como para pagar el precio total del amontillado sin consultarte antes. No pude encontrarte, y tenía miedo de perder un buen negocio.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y he de resolverlas.
-¡Amontillado!
-Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con capacidad crítica es él. Me dirá...
-Te digo que Lucresi no sabe distinguir entre un amontillado y un jerez.
-Y, sin embargo, algunos tontos aseguran que como catador es digno de rival tuyo.
-Anda, vamos ya.
-¿Adónde?
-A tu bodega.
-No, amigo mío; no quiero aprovecharme de tu bondad. Veo que tienes una cita. Y Lucresi...
-No tengo nada que hacer. Vamos.
-No, amigo mío. No me preocupa tanto que estés ocupado, sino que veo que padeces un fuerte catarro. Las criptas son intolerablemente húmedas. Están cubiertas de salitre.
-Vamos, de todos modos. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te habrán engañado. Y en cuanto a Lucresi, él no sabe distinguir un jerez de un amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo, y yo, luego de ponerme un antifaz de seda negra y de ceñirme un roquelaire, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.
No encontrarnos a los sirvientes en casa; habían marchado ellos también a divertirse haciendo honor al carnaval. Yo les había anunciado que no regresaría hasta el amanecer, y había dado órdenes expresas de que no se movieran de casa. Y estas órdenes bastaban, como yo bien sabía, para asegurar la desaparición inmediata de cada uno en el momento que les volvía la espalda.
Saqué dos antorchas de sus soportes, y entregando una a Fortunato, le conduje a través de varias habitaciones hasta la arcada que llevaba a las criptas. Iba yo delante, bajando una larga escalera de caracol, pidiéndole a mi compañero que tuviera cuidado al seguirme. Por fm llegamos al fondo y quedamos juntos sobre el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresor.
Mi amigo caminaba con pasos tambaleantes y al moverse tintineaban los cascabeles de su gorro.
-El tonel -dijo.
-Está más adelante -contesté-; pero mira las blancas telarañas que brillan en las paredes de esas cavernas.
Se volvió hacia mí y me miró a los ojos, con los suyos que eran dos globos brumosos destilando los humores de la embriaguez.
-¿Salitre? -preguntó después de un rato.
-Salitre -contesté-. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
-¡Uf, uf, uf!... ¡Uf, uf, uf!... ¡Uf, uf, uf! ... ¡Uf, uf, uf...! ¡Uf, uf, uf!
A mi pobre amigo le fue imposible contestarme hasta pasados varios minutos.
-No es nada -dijo por fin.
-Ven -dije con decisión-, vamos a regresar; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como lo fui yo en un tiempo. Eres un hombre a quien echarán de menos. En mi caso, no importaría. Volvamos, o caerás enfermo y no quiero tener esa responsabilidad. Además, está Lucresi...
-Basta -dijo-, esta tos no es nada; no me matará. No moriré de una tos.
-Es verdad, es verdad -contesté-; no es que quiera, por cierto, alarmarte innecesariamente..., pero debes tomar todas las precauciones apropiadas. Un trago de este Médoc nos protegerá de la humedad.
Entonces rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga fila de la misma clase.
-Bebe -le dije, presentándole el vino.
Lo alzó a los labios con una mirada maliciosa. Se detuvo y asintió amistosamente con un movimiento de cabeza, mientras tintineaban sus cascabeles.
-Brindo -,dijo- por los enterrados que descansan a nuestro alrededor.
-Y yo, porque tengas larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
-Estas criptas son enormes -dijo.
-Los Montresor -contesté- fueron una distinguida y numerosa familia.
-He olvidado vuestras armas.
-Un gran pie humano de oro en campo de azur, el pie aplasta una serpiente rampante cuyos dientes se clavan en el talón.
-¿Y el lema?
-Nemo me impune lacessit.
-¡Muy bien!
El vino chispeaba en sus ojos y los cascabeles tintineaban. Mi propia imaginación empezó a despertarse con el Médoc. Pasamos de largo numerosos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales se mezclaban toneles y barriles, hasta entrar en los más apartados rincones de las catacumbas. Otra vez me detuve, y me atreví a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.
-¡El salitre! -dije- , mira cómo crece. Cuelga como musgo sobre las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos. Ven, vamos a volver antes de que sea tarde. Esa tos...
-No es nada -dijo-, sigamos adelante. Pero antes bebamos otro trago del Médoc.
Rompí el cuello de una frasca de De Gráve y se la entregué. La vació de un trago. Sus ojos se iluminaron con una luz ardiente. Riéndose, tiró la botella a lo alto con un gesto que no entendí.
Le miré con sorpresa. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No comprendes?
-No, yo no -contesté.
-Entonces no eres de la hermandad.
-¿Qué?
-No eres masón.
-Sí, sí -dije-, sí, lo soy.
-¿Tú? ¿Tú, masón? ¡Imposible!
-Soy masón -contesté.
-Muéstrame una seña -dijo.
-Aquí la tienes -contesté, sacando de entre los pliegues de mi roquelaire una paleta de albañil.
-Bromeas -exclamó, retrocediendo unos pasos-. Pero vamos a ver ese amontillado.
-Como quieras -dije-, guardando la herramienta bajo mi capa y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato. Se apoyó pesadamente en él. Seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por una serie de arcadas bajas, descendimos, seguimos adelante y descendimos otra vez hasta llegar a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que apenas permitía fulgurar las llamas de nuestras antorchas.
En el más lejano extremo de la cripta aparecía otra menos espaciosa. Restos humanos apilados contra sus paredes subían hasta la parte alta de la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esta cripta interior estaban así ornamentados. Del cuarto lado se habían caído los huesos y estaban esparcidos por el suelo, formando en una parte un montón bastante grande. Dentro de la pared descubierta por la caída de los huesos vimos una cripta o nicho aún más interior, de unos cuatro pies de largo, tres de ancho y seis o siete de alto. Parecía haber sido construido sin ningún propósito especial, pues sólo servía de separación entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y su pared posterior estaba constituida por uno de los muros de granito macizo que las circundaba.
En vano Fortunato, alzando su tenue antorcha, trataba de descubrir las profundidades del nicho. La débil luz no nos permitía ver el fondo.
-Sigue adelante -dije. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi...
-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, mientras daba unos pasos inciertos camino adelante, y yo le seguía de cerca. En un instante había llegado al fondo del nicho y, al encontrar que la roca detenía su marcha se quedó parado, estúpidamente confundido. Un instante después, lo dejé encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente, a unos dos pies una de la otra. De la primera de las argollas colgaba una corta cadena y de la siguiente un candado. Rodeándolo por la cintura con los eslabones, pude cerrar el candado en pocos segundos. Él quedó lo suficientemente asombrado como para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.
-Pasa tu mano por la pared -dije-; no dejarás de sentir el salitre. De veras, hay mucha humedad. Una vez más, te ruego que volvamos. ¿No? Entonces, tendré que abandonarte. Pero primero debo ofrecerte todas las pequeñas atenciones que pueda.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que volvía de su asombro.
-Es verdad -contesté-, el amontillado.
Mientras decía estas palabras me puse a buscar entre el montón de huesos que he mencionado antes. Apartándolos a un lado, pronto descubrí una cantidad de piedras de construcción y mortero. Con estos materiales y con la ayuda de mi paleta de albañil empecé vigorosamente a tapar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilada de bloques de mampostería, me di cuenta de que a Fortunato se le había pasado en gran medida la embriaguez. La primera señal que noté era un bajo y quejumbroso grito procedente del fondo del nicho. No era el quejido de un borracho. Luego hubo un largo y persistente silencio. Coloqué la segunda hilada, y la tercera y la cuarta; y entonces oí los furiosos golpes de la cadena. El ruido duró varios minutos, y durante ese tiempo, para escucharlo con más satisfacción, dejé de trabajar y me senté sobre el montón de huesos. Cuando por fin cesó el metálico ruido, tomé de nuevo la paleta y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilada. La pared llegaba entonces casi al nivel de mi pecho. Otra vez me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la mampostería, proyecté unos débiles rayos de luz sobre la figura que quedaba allí dentro.
Una serie de fuertes y agudos alaridos, salidos de pronto de la garganta de la figura encadenada, parecieron echarme violentamente hacia atrás. Durante un breve momento vacilé, temblé. Desenvainando mi espadín, empecé a tantear con él dentro del nicho. Pero sólo con reflexionar un instante me tranquilicé. Apoyé la mano sobre el macizo muro de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho; contesté con mis gritos a los gritos de aquel que clamaba. Los repetí como un eco, los aumenté, los superé en volumen y en fuerza. Así lo hice y el que gritaba calló.
Era ya medianoche, y mi tarea llegaba a término. Había completado la octava, la novena y la décima hilada. Terminé gran parte de la undécima y última; quedaba únicamente por colocar y fijar una sola piedra. Luché bajo su peso; la coloqué parcialmente en posición. Mas entonces surgió del nicho una risa apagada que hizo que se me erizase el cabello. La siguió una voz triste que con dificultad reconocí como la del noble Fortunato. La voz dijo:
-¡Ja, ja, ja.... ja, ja, ja!, una broma excelente, de veras, una excelente broma. Pasaremos unos buenos ratos riéndonos de esto en el palazzo..., ¡ja, ja!.... mientras tomamos el vino.... ¡ja, ja, ja!
-¡El amontillado! -dije.
-¡Ja, ja, ja.... ja, ja, ja!.... sí, el amontillado. Pero, ¿no se está haciendo tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo mi esposa y los demás? Vámonos ya.
-Sí -dije , vámonos ya.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-, ¡por el amor de Dios!
Pero escuché en vano esperando la respuesta a mis palabras. Me sentí impaciente. Llamé en voz alta:
-¡Fortunato!
No hubo respuesta. Llamé otra vez:
-¡Fortunato!
No hubo respuesta aún. Pasé la antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. En réplica sólo llegó un tintinear de cascabeles. Mi corazón se sintió enfermo; era a causa de la humedad de las catacumbas. Me apresuré, pues, a terminar mi tarea. Coloqué la última piedra en su sitio y la cubrí con mortero. Contra la nueva mampostería volví a levantar la antigua muralla de huesos. Durante medio siglo ningún mortal los ha perturbado. In pace requiescat.
(E. A. Poe. Narrraciones extraordinarias).




GUÍA DE LECTURA.

1. Resume el contenido del relato.

2. Circunstancias espaciotemporales. ¿En que lugares se localizan los acontecimientos? ¿A qué horas?

3. Algunos relatos se cierran con el cumplimiento de una premonición, ¿qué anuncia en la trama argumental la presencia del escudo de los Montresor: una serpiente que muerde el talón que la pisa y el lema: "nemo me impune laccesit" -nadie me hiere impunemente-?

4. ¿Qué sentido tiene que los acontecimientos sucedan durante un carnaval? ¿Por qué se habrá elegido el espacio de unas catacumbas?

5. Recoge las citas que manifiestan las emociones de Montresor (tanto en la narración como en el diálogo) ante los sucesos que protagoniza. ¿Cuáles ocultan sus sentimientos? Cita alguna ironía.



EL GATO NEGRO

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía el saliente de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!





CUESTIONES

1. Al principio del cuento el protagonista dice “Mañana voy a morir”. Una vez leído el relato, ¿puedes decir por qué y cómo va a morir? ¿Hay alguna premonición en el relato de ese final?

2. La “enfermedad” del protagonista recuerda ciertos datos biográficos del escritor. ¿Recuerdas cuáles son? ¿Cómo murió el escritor?

3. ¿Qué es según Poe la perversidad? ¿Qué datos nos da de ella?

4. Cuando Poe dice que su “terrible peso [el del gato] está eternamente apostado en el corazón, ¿qué crees que quiere decir?

5. ¿Qué circunstancias llevaron a que su crimen fuera descubierto?


viernes, 19 de febrero de 2010

Sonetos de Shakespeare

Si la muerte domina al poderío
de bronce, roca, tierra y mar sin límites,
¿cómo le haría frente la hermosura
cuando es más débil que una flor su fuerza?
Con su hálito de miel, ¿podrá el verano
resistir el asedio de los días,
cuando peñascos y aceradas puertas
no son invulnerables para el Tiempo?

¡Atroz meditación! ¿Dónde ocultarte,
joyel que para su arca el Tiempo quiere?
¿Qué mano detendrá sus pies sutiles?
Y ¿quién prohibirá que te despojen?

Ninguno a menos que un prodigio guarde
el brillo de mi amor en negra tinta.

XXXII
Si a mis días colmados sobrevives,
y cuando esté en el polvo de la Muerte
una vez más relees por ventura
los inhábiles versos de tu amigo,
con lo mejor de tu época compáralos,
y aunque todas las plumas los excedan,
guárdalos por mi amor, no por mis rimas,
superadas por hombres más felices.

Que tu amor reflexione: "Si su Musa
crecido hubiera en esta edad creciente,
frutos más caros a su edad le diera,
dignos de incorporarse a tal cortejo:

pero ha muerto; en poetas más notables
estilo buscaré y en él amor".

XXXV
No te acongojes más por lo que has hecho;
fango y espina tienen fuente y rosa;
a la luna y al sol vela el eclipse;
vive el gusano en el capullo suave.
Todos cometen faltas, yo también
pues disculpo con símiles la tuya,
y por justificarte me corrompo
y excuso tus pecados con exceso.

A tu yerro sensual le doy mi ayuda;
de opositor me vuelvo tu abogado
y comienzo a pleitear contra mí mismo.
Tanto el amor y el odio en mí combaten

que no puedo dejar de ser el cómplice
del ladrón tierno que cruel me roba.

LV
Ni el mármol, ni los áureos monumentos,
durarán con la fuerza de esta rima,
y en ella tu esplendor tendrá más brillo
que en la losa que mancha el tiempo impuro.
Cuando tumbe la guerra las estatuas
y el desorden los muros desarraigue,
ni la espada de Marte ni su incendio
destruirán tu memoria siempre viva.

Irás contra la muerte y el olvido.
Acogerá tu elogio la mirada
de la posteridad que, consumiéndolo,
hasta el juicio final fatigue al mundo.

Así, hasta el día en que también te juzguen,
aquí estarás y en los amantes ojos.

martes, 16 de febrero de 2010

Robinson Crusoe




EL DIARIO


30 de septiembre de 1659. Yo, pobre y miserable Robinson Crusoe, habiendo naufragado durante una terrible tempestad, llegué más muerto que vivo a esta desdichada isla a la que llamé la Isla de la Desesperación, mientras que el resto de la tripulación del barco murió ahogada.
Pasé el resto del día lamentándome de la triste condición en la que me hallaba, pues no tenía comida, ni casa, ni ropa, ni armas, ni un lugar a donde huir, ni la más mínima esperanza de alivio y no veía otra cosa que la muerte, ya fuera devorado por las bestias, asesinado por los salvajes o asediado por el hambre. Al llegar la noche, dormí sobre un árbol, al que subí por miedo a las criaturas salvajes, y logré dormir profundamente a pesar de que llovió toda la noche.

1 de octubre. Por la mañana vi, para mi sorpresa, que el barco se había desencallado al subir la marea y había sido arrastrado hasta muy cerca de la orilla. Por un lado, esto supuso un consuelo, porque, estando erguido y no desbaratado en mil pedazos, tenía la esperanza de subir a bordo cuando el viento amainara y rescatar los alimentos y las cosas que me hicieran falta; por otro lado, renovó mi pena por la pérdida de mis compañeros, ya que, de habernos quedado a bordo, habríamos salvado el barco o, al menos, no todos habrían perecido ahogados; si los hombres se hubiesen salvado, tal vez habríamos construido, con los restos del barco, un bote que nos pudiese llevar a alguna otra parte del mundo. Pasé gran parte del día perplejo por todo esto, mas, viendo que el barco estaba casi sobre seco, me acerqué todo lo que pude por la arena y luego nadé hasta él. Ese día también llovía aunque no soplaba viento.

Del 1 al 24 de octubre. Pasé todos estos días haciendo viajes para rescatar todo lo que pudiese del barco y llevarlo hasta la orilla en una balsa cuando subiera la marea. Llovió también en estos días aunque con intervalos de buen tiempo; al parecer, era la estación de lluvia.

20 de octubre. Mi balsa volcó con toda la carga porque las cosas que llevaba eran mayormente pesadas, pero como el agua no era demasiado profunda, pude recuperarlas cuando bajó la marea.

25 de octubre. Llovió toda la noche y todo el día, con algunas ráfagas de viento. Durante ese lapso de tiempo, el viento sopló con fuerza y destrozó el barco hasta que no quedó más rastro de él, que algunos restos que aparecieron cuando bajó la marea. Me pasé todo el día cubriendo y protegiendo los bienes que había rescatado para que la lluvia no los estropeara.

26 de octubre. Durante casi todo el día recorrí la costa en busca de un lugar para construir mi vivienda y estaba muy preocupado por ponerme a salvo de un ataque nocturno, ya fuera de animales u hombres.
Hacia la noche, encontré un lugar adecuado bajo una roca y tracé un semicírculo para mi campamento, que decidí fortificar con una pared o muro hecho de postes atados con cables por dentro y con matojos por fuera.

Del 26 al 30. Trabajé con gran empeño para transportar todos mis bienes a mi nueva vivienda aunque llovió buena parte del tiempo.

El 31. Por la mañana, salí con mi escopeta a explorar la isla y a buscar alimento. Maté a una cabra y su pequeño me siguió hasta casa y después tuve que matarlo porque no quería comer.

1 de noviembre. Instalé mi tienda al pie de una roca y permanecí en ella por primera vez toda la noche.
La hice tan espaciosa como pude con las estacas que había traído para poder colgar mi hamaca.

2 de noviembre. Coloqué mis arcones, las tablas y los pedazos de leña con los que había hecho las balsas a modo de empalizada dentro del lugar que había marcado para mi fortaleza.

3 de noviembre. Salí con mi escopeta y maté dos aves semejantes a patos, que estaban muy buenas. Por la tarde me puse a construir una mesa.

4 de noviembre. Esta mañana organicé mi horario de trabajo, caza, descanso y distracción; es decir, que todas las mañanas salía a cazar durante dos o tres horas, si no llovía, entonces trabajaba hasta las once en punto, luego comía lo que tuviese y desde las doce hasta las dos me echaba una siesta pues a esa hora hacía mucho calor; por la tarde trabajaba otra vez. Dediqué las horas de trabajo de ese día y del siguiente a construir mi mesa, pues aún era un pésimo trabajador, aunque el tiempo y la necesidad hicieron de mí un excelente artesano en poco tiempo, como, pienso, le hubiese ocurrido a cualquiera.

5 de noviembre. Este día salí con mi escopeta y mi perro y cacé un gato salvaje que tenía la piel muy suave aunque su carne era incomestible: siempre desollaba todos los animales que cazaba y conservaba su piel. A la vuelta, por la orilla, vi muchos tipos de aves marinas que no conocía y fui sorprendido y casi asustado por dos o tres focas que, mientras las observaba sin saber qué eran, se echaron al mar y escaparon, por esa vez.

6 de noviembre. Después de mi paseo matutino, volví a trabajar en mi mesa y la terminé aunque no a mi gusto; mas no pasó mucho tiempo antes de que aprendiera a arreglarla.

7 de noviembre. El tiempo comenzó a mejorar. Los días 7, 8, 9, 10 y parte del 12 (porque el 11 era domingo), me dediqué exclusivamente a construir una silla y, con mucho esfuerzo, logre darle una forma aceptable aunque no llegó a gustarme nunca y eso que en el proceso, la deshice varias veces.
Nota: pronto descuidé la observancia del domingo porque al no hacer una marca en el poste para indicarlos, olvidé cuándo caía ese día.

13 de noviembre. Este día llovió, lo cual refrescó mucho y enfrió la tierra pero la lluvia vino acompañada de rayos y truenos; esto me hizo temer por mi pólvora. Tan pronto como escampó decidí separar mi provisión de pólvora en tantos pequeños paquetes como fuese posible, a fin de que no corriesen peligro.

14, 15 y 16 de noviembre. Pasé estos tres días haciendo pequeñas cajas y cofres que pudieran contener una o dos libras de pólvora, a lo sumo y, guardando en ellos la pólvora, la almacené en lugares seguros y tan distantes entre sí como pude. Uno de estos tres días maté un gran pájaro que no era comestible y no sabía qué era.

17 de noviembre. Este día comencé a excavar la roca detrás de mi tienda con el fin de ampliar el espacio.
Nota: necesitaba tres cosas para realizar esta tarea, a saber, un pico, una pala y una carretilla o cesto.
Detuve el trabajo para pensar en la forma de suplir esta necesidad y hacerme unas herramientas; utilicé las barras de hierro como pico y funcionaron bastante bien aunque eran pesadas; lo siguiente era una pala u horca, que era tan absolutamente imprescindible, que no podía hacer nada sin ella; mas no sabía cómo hacerme una.

18 de noviembre. Al día siguiente, buscando en el bosque, encontré un árbol, o al menos uno muy parecido, de los que en Brasil se conocen como árbol de hierro por la dureza de su madera. De esta madera, con mucho trabajo y casi a costa de romper mi hacha, corté un pedazo y lo traje a casa con igual dificultad pues pesaba muchísimo.
La excesiva dureza de la madera y la falta de medios me obligaron a pasar mucho tiempo en esta labor, pues tuve que trabajar poco a poco hasta darle la forma de pala o azada; el mango era exactamente igual a los de Inglaterra, con la diferencia de que al no estar cubierta de hierro la parte más ancha al final, no habría de durar mucho tiempo; no obstante, servía para el uso que le di; y creo que jamás se había construido una pala de este modo ni había tomado tanto tiempo hacerla.
Aún tenía carencias, pues me hacía falta una canasta o carretilla. No tenía forma de hacer una canasta porque no disponía de ramas que tuvieran la flexibilidad necesaria para hacer mimbre, o al menos no las había encontrado aún. En cuanto a la carretilla, imaginé que podría fabricar todo menos la rueda; no tenía la menor idea de cómo hacerla, ni siquiera empezarla; además, no tenía forma de hacer la barra que atraviesa el eje de la rueda, así que me di por vencido y, para sacar la tierra que extraía de la cueva, hice algo parecido a las bateas que utilizan los albañiles para transportar la argamasa.
Esto no me resultó tan difícil como hacer la pala y, con todo, construir la batea y la pala, aparte del esfuerzo que hice en vano para fabricar una carretilla, me tomó casi cuatro días; digo, sin contar el tiempo invertido en mis paseos matutinos con mi escopeta, cosa que casi nunca dejaba de hacer y casi nunca volvía a casa sin algo para comer.

23 de noviembre. Había suspendido mis demás tareas para fabricar estas herramientas y, cuando las hube terminado, seguí trabajando todos los días, en la medida en que me lo permitían mis fuerzas y el tiempo.
Pasé dieciocho días enteros en ampliar y profundizar mi cueva a fin de que pudiese alojar mis pertenencias cómodamente.
Nota: durante todo este tiempo, trabajé para ampliar esta habitación o cueva lo suficiente como para que me sirviera de depósito o almacén, de cocina, comedor y bodega; en cuanto a mi dormitorio, seguí utilizando la tienda salvo cuando, en la temporada de lluvias, llovía tan fuertemente que no podía mantenerme seco, lo que me obligaba a cubrir todo el recinto que estaba dentro de la empalizada con palos largos, a modo de travesaños, inclinados contra la roca, que luego cubría con matojos y anchas hojas de árboles, formando una especie de tejado.

10 de diciembre. Creía terminada mi cueva o cámara cuando, de pronto (parece que la había hecho demasiado grande), comenzó a caer un montón de tierra por uno de los lados; tanta que me asusté, y no sin razón, pues de haber estado debajo no me habría hecho falta un sepulturero. Tuve que trabajar muchísimo para enmendar este desastre porque tenía que sacar toda la tierra que se había desprendido y, lo más importante, apuntalar el techo para asegurarme de que no hubiese más derrumbamientos.

11 de diciembre. Este día me puse a trabajar en consonancia con lo ocurrido y puse dos puntales o estacas contra el techo de la cueva y dos tablas cruzadas sobre cada uno de ellos. Terminé esta tarea al día siguiente y después seguí colocando más puntales y tablas, de manera que en una semana, había asegurado el techo; los pilares, que estaban colocados en hileras, servían para dividir las estancias de mi casa.

17 de diciembre. Desde este día hasta el 20, coloqué estantes y clavos en los pilares para colgar todo lo que se pudiese colgar y entonces empecé a sentir que la casa estaba un poco más organizada.

20 de diciembre. Llevé todas las cosas dentro de la cueva y comencé a amueblar mi casa y a colocar algunas tablas a modo de aparador donde poner mis alimentos pero no tenía demasiadas tablas; también me hice otra mesa.

24 de diciembre. Mucha lluvia todo el día y toda la noche; no salí.

25 de diciembre. Llovió todo el día.

26 de diciembre. No llovió y la tierra estaba mucho más fresca que antes y más agradable.

27 de diciembre. Maté una cabra joven y herí a otra que pude capturar y llevarme a casa atada a una cuerda; una vez en casa, la amarré y entablillé la pata, que estaba rota.
Nota: la cuidé tanto que sobrevivió; se le curó la pata y estaba más fuerte que nunca y de cuidarla tanto tiempo se domesticó y se alimentaba del césped que crecía junto a la entrada y no se escapó. Esta fue la primera vez que contemplé la idea de criar y domesticar algunos animales para tener con qué alimentarme cuando se me acabaran la pólvora y las municiones.

28, 29 y 30 de diciembre. Mucho calor y nada de brisa de manera que no se podía salir, excepto por la noche, a buscar alimento; pasé estos días poniendo en orden mi casa.


CUESTIONES SOBRE LA LECTURA

¿Qué logra salvar Robinson Crusoe del barco naufragado?

¿Qué piezas logra cazar para alimentarse?

¿Qué herramientas echa en falta?

¿Qué mobiliario consigue elaborar?

martes, 5 de enero de 2010

Romeo y Julieta

ROMEO Y JULIETA

ROMEO Y JULIETA

PRÓLOGO

El breve texto del prólogo incluye un tópico tradicional en el teatro, la “captatio benevolentiae”, mediante el cual se pretendía captar la atención del público y su condescendencia para con los errores cometidos durante la representación. Señálalo.

ACTO PRIMERO
I
La trama se inicia con una reyerta ridícula entre los criados de ambas familiar. ¿Qué gesto lo provoca? ¿Quién lo realiza?

¿Quién intenta poner paz entre los criados? ¿Quién agrava el conflicto?

¿Cómo reacciona el pueblo de Verona ante este nuevo enfrentamiento entre las dos familias? ¿Cómo lo hacen las esposas de Montesco y Capuleto?

¿De qué acusa el Príncipe a las dos familias? ¿Con qué les amenaza si vuelven a las andadas?

Por la primera referencia de los personajes a Romeo, ¿podemos deducir qué le sucede?

Romeo se confiesa enamorado y no correspondido, para, a continuación, definir el amor mediante formulaciones contradictorias (oximoron). Señálalas. ¿Por qué compara a la mujer que ama con Diana?

II
¿Qué petición hace Paris a Capuleto? ¿Qué contesta este?

¿Cómo se enteran Romeo y Benvolio de la fiesta que Capuleto celebrará en su casa? ¿Por qué decide asistir a pesar de no ser invitado (y entrañar algo de peligro)?

III
Las intervenciones de la nodriza están plagadas de inconveniencias que molestan a Julieta y a su madre. Cita algunas de estas frases de doble sentido.

IV
¿Qué sueños provoca en hombres y mujeres la reina Mab?


V
¿Cómo reaccionan Capuleto y Teobaldo al descubrir a Romeo disfrazado en la fiesta?

¿Qué descubre Julieta al final de esta escena?

ACTO II

I
¿Por qué creen Benvolio y Mercurio que Romeo se ha marchado una vez más?


II
¿Qué circunstancia desencadena la declaración de amor entre los jóvenes?

¿Cuál de los dos piensa que todo ha sido muy precipitado?


III
En el teatro de Shakespeare es frecuente que los personajes al comienzo de una escena hagan referencia a las circunstancias de tiempo y espacio (las obras se representaban si decorado. ¿De qué nos informa el fraile al comienzo de su monólogo? ¿En qué medida su conocimiento de las virtudes medicinales (y letales) de las plantas anuncia el desarrollo posterior de la trama?


¿Qué le reprocha a Romeo cuando conoce su petición? ¿No es un poco inverosímil que acceda a ella?

IV
Copia todas las referencias mitológicas y culturales que utiliza Mercurio en esta escena.

¿Qué intervenciones de Mercurio molestan a la nodriza de Julieta? ¿Cuál es su sentido?

V
¿Qué es lo que desespera a Julieta de su nodriza? ¿En qué momento utiliza esta una frase de doble sentido similar a las empleadas en I, iii?


ACTO III


I
¿Por qué Romeo no responde a la provocación de Teobaldo? ¿Por qué afirma poco después sentirse como un “juguete del destino”?

¿Por qué el príncipe atenúa el castigo (pena de muerte) que Romeo se merece?


II

¿Cuál de los dos acontecimientos (muerte de su primo Teobaldo, destierro de Romeo) despierta en Julieta, finalmente, un mayor sufrimiento?

III

¿Por qué Romeo no aprecia la atenuación del castigo que le inflige el príncipe (el destierro de Verona en lugar de la muerte? ¿Qué noticia palia su dolor?

IV

¿Qué decisión toma el viejo Capuleto sin consultar a nadie?

V
¿Qué comunican en esta escena los cantos del ruiseñor y la alondra? ¿Por qué Julieta califica de “desentonado” del canto de la segunda?

¿Cómo reaccionan los padres de Julieta a la negativa de esta a casarse con Paris?

ACTO IV

I
Resume brevemente el plan de Fray Lorenzo para salvar la angustiosa situación de Julieta. ¿Te parece razonable?

II
En un claro contraste con la escena anterior, esta posee un tono desenfadado. ¿Quiénes suelen ser los encargados de introducir el humor en la obra?

III

¿Qué temores asaltan a Julieta en el momento de tomar el brebaje?

IV
Como la segunda, esta es otra escena de transición y de contraste.
¿Qué frases encierran un doble sentido?

V
En esta escena se descubre la “muerte” de Julieta. ¿Qué personajes atenúan el patetismo de los acontecimientos?


ACTO V

I

¿Qué decisión toma Romeo al recibir la noticia de la muerte de Julieta? ¿Hay alguna vacilación en su actitud?

II
En esta escena se cuenta cómo falla por completo el plan de fray Lorenzo. ¿A qué se debe?

III
En esta escena se encuentra Paris y Romeo. ¿A qué han ido cada uno de ellos al cementerio? ¿Cuál de ellos se bate sin reconocer a su adversario y cómo reacciona al verlo?

De todas las historias mitológicas de amores trágicos se ha señalado la de Píramo y Tisbe como más próxima. Señala las coincidencias en su desenlace.